Caso de Acoso Laboral: De cómo Mónica pasó del amor al odio de sus jefes por cuenta de su enfermedad laboral.
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De la serie “Casos
del CAL”
De
cómo Mónica pasó del amor al odio de sus jefes por cuenta de su
enfermedad laboral
(Crónica de Shirley
Muñoz)
Hoy presentamos el caso de
Mónica, una mujer que tuvo la desgracia de contraer una enfermedad
profesional en el taller donde trabaja, hecho que para ella no solo
ha tenido como consecuencias los padecimientos físicos y mentales
propios de su enfermedad, sino también la hostilidad, el aislamiento
y hasta el odio de sus jefes, personas que en otros tiempos fueron
sus mejores amigos y le prodigaron afecto. Un caso de desengaño
personal, pero también de flagrante acoso laboral.
En el 2003, por
referencia de un amigo, Mónica Montoya ingresó a trabajar como
soldadora en la Comercializadora Delfín, empresa dedicada a la
fabricación de artículos plásticos y herrajes metálicos. Fue toda
una bendición, pues en ese momento ella se encontraba desempleada y
con dos hijas para mantener.
Soldar, troquelar, pulir,
ensamblar, hacer el aseo y manejar taladro, fueron algunas de las
tareas que Mónica asumió en el taller, agotadoras sin duda, pero
que ella afrontó sin desgano alguno. De las tres personas que
trabajaban en el taller, era la única mujer, y sin embargo nunca
tuvo problema para realizar las mismas labores y mantener el mismo
ritmo de producción de los hombres.
Su relación con sus
jefes también era armónica y amistosa. Para cualquier situación,
fuese laboral o personal, sabía que contaba con el apoyo de Carlos,
el propietario de la empresa; y de Jorge, su yerno. Éstos —dice
ella— fueron sus confidentes y consejeros cuando ella les confiaba
sus problemas, y con su ayuda pudo salir de momentos económicamente
difíciles.
“La relación con ellos era muy buena y el trabajo muy ameno. En una ocasión Jorge me llegó a decir que me querían como si yo fuese de la familia, y así me sentía”, recuerda.
Con el paso de los años
la empresa creció, incrementó la planta de personal, y los lazos de
amistad de Mónica con sus jefes se hicieron más fuertes. Pero en el
2007 las cosas comenzaron a cambiar. Ocurrió que, debido a las
labores repetitivas que realiza en el puesto de soldadura, su salud
se deterioró, comenzó a sentir dolores en los brazos y perdió
fuerza en las manos. La médica que la examinó dictaminó
epicondilitis lateral, que es la inflamación de los tendones del
brazo, dolencia que la llevó a iniciar un tratamiento y a tener
períodos de incapacidad. Sus jefes, preocupados por su situación,
le ofrecieron total apoyo y estuvieron atentos a sus citas médicas y
a su recuperación.
En el 2008 su situación
se complicó cuando una de las máquinas accidentalmente le troqueló
el dedo índice de su mano derecha, lo que le generó más periodos
de incapacidad, aumentó el dolor en los brazos y la obligó a
intensificar las sesiones de terapia. Aunque su jefe Jorge nunca le
negaba los permisos, ella se percató de que en su actitud algo había
cambiado.
Se inicia el acoso
laboral
A partir de ese momento
la actitud hacia ella por parte de los jefes de la empresa fue de
alejamiento y frialdad, situación que empeoró a partir del 2011,
cuando la salud de Mónica desmejoró, los dolores le aumentaron y
entró en una fuerte crisis, que la obligó a una incapacidad de más
de un mes.
Sólo hasta entonces la
Aseguradora de Riesgos Profesionales comenzó a investigar la
historia clínica e hizo filmaciones para verificar si la enfermedad
había sido adquirida en el puesto de trabajo. Y en efecto, se
comprobó que se debía a la ausencia de pausas activas y al trabajo
repetitivo que Mónica realizaba. En noviembre de 2011 la Aseguradora
la calificó como una enfermedad profesional.
Al recibir la
notificación de la calificación —dice Mónica—, el disgusto de
su jefe Jorge fue mayor, disgusto que pronto se trasformó en acoso
laboral. El hombre la llamaba a su oficina hasta tres veces al día
para recriminarla por su rendimiento laboral; dio la orden de
llevarle todo el material a su puesto de trabajo para impedir que
ella se levantara; y le prohibieron contestar el teléfono de la
empresa (algo que usualmente hacía), lo mismo que recibir o hacer
llamadas desde su teléfono personal. Llegaron al extremo de
contabilizarle el tiempo cada vez que se paraba para ir al baño.
En suma: el respaldo que
otrora le brindaban, repentinamente pasó a ser indiferencia y
hostilidad. Y eso tornó insoportable el ambiente laboral, más
cuando veía que las prohibiciones y los llamados de atención eran
sólo para ella. La presión terminó siendo más fuerte que su
capacidad de resistencia, y el estrés y la depresión no tardaron en
aparecer. Comenzó a padecer de insomnio, dolores de cabeza,
temblores y taquicardia, que se agravaban cuando escuchaba la voz de
Jorge.
En abril del 2012 Mónica
inició tratamiento psiquiátrico, quería aprender a lidiar con la
impotencia y el desengaño. De la mano del psiquiatra comprendió
cuál era su verdadero lugar en la empresa, supo que ella sólo era
importante en la medida en que era instrumento de producción. Así
logró tener una mejor percepción del ambiente y se armó de valor
para hacerle frente a su situación. En julio de ese año entabló
una queja oficial en contra de su jefe, por acoso laboral.
Mientras su queja hacía
su lento trámite en la Oficina de Trabajo donde puso la queja, el
acoso en la empresa continuó. Jorge la llamó para leerle una carta
de llamado de atención, porque, según él, ella se había ausentado
de la empresa sin permiso. Se refería al día en que había salido a
hacer unas diligencias con el permiso de él. No entendía por qué
ahora se lo negaba. Así que se negó a firmar la carta. Olió ahí
algo malintencionado, nada conveniente para ella.
Durante los días
posteriores recibió nuevos llamados a la oficina de Jorge, y cada
vez lo encontraba rodeado de otros trabajadores, que ponía como
testigos de que ella se negaba a firmar las cartas. Hasta que no
soportó la presión y delante de todos le dijo:
—Mire Jorge, yo no le
voy a firmar nada. Y este asunto lo vamos a arreglar en la Oficina de
Trabajo, porque ya le entablé a usted una queja por acoso laboral.
De momento Jorge no
reaccionó. Le pidió a los trabajadores que abandonaran la oficina,
y una vez se quedó sólo con ella y su socio Carlos, le espetó:
—¿Dígame qué es lo
que usted pretende? Usted lo único que quiere es plata, ¿verdad?
Pero si me toca darme por quebrado, me doy por quebrado, cierro esta
empresa y no le doy un peso.
Al escuchar esas palabras
el temblor se apoderó de su cuerpo, pero aun así sacó fuerzas para
contestarle:
—Mire, Jorge, yo lo
único que le he pedido muchas veces es que me dé la oportunidad de
trabajar en paz. Yo plata no necesito, porque la salud física y
mental no me la puede usted pagar con toda la plata del mundo.
Días después todas las
personas de la fábrica fueron llamadas a una reunión en la que
Jorge les advirtió que la empresa iba a cerrar porque Mónica le
había entablado una demanda. Aunque ella intentaba decir que en
realidad era una queja que sólo tenía consecuencias para él, su
jefe la ignoraba y seguía con su perorata de que la empresa estaba
en riesgo de cerrar y que, además, todos deberían estar preparados
porque serían llamados a atestiguar.
La ley del silencio
Cierto día, mientras
Mónica conversaba con uno de sus compañeros de trabajo, éste de
repente interrumpió la charla cuando vio que el jefe Jorge había
llegado.
—¿Sabe qué, parcera?
Mejor no hablemos que ya llegó Jorge y me regaña —dijo su
compañero, y se alejó de su lado.
Y así, de un momento a
otro, todos sus compañeros le dejaron de hablar. Hasta Mery, la
persona encargada de los oficios varios, con quien mejor relación
tenía. Tampoco pudo contar con su ayuda en labores de cargue y
descargue de objetos pesados. De tal suerte que comenzó a sentirse
excluida, y lo que es peor: a comportarse como excluida. En el
comedor, en horas del almuerzo, era la única que guardaba silencio
mientras los demás compañeros charlaban, hasta que decidió no
volver al comedor y almorzar en su puesto. Y aparte de eso, era la
única a la que no invitaban a las reuniones de trabajo.
La exclusión llegó al
punto que en diciembre pasado Mónica fue la única que no invitaron
a la reunión de despedida del año, y la única a la que se le negó
el aguinaldo navideño. Además la empresa les incrementó a todos el
salario para este año, menos a ella.
Todo ese desdén y
hostilidad hoy la embargan de un gran dolor, físico, moral y legal,
siente que con ella están cometiendo una gran injusticia; y siente
como un suplicio todo lo que tiene que hacer en el día, incluida la
tarea de soportar el ambiente opresivo del taller. Hace con alguna
dificultad actividades cotidianas como bañarse, vestirse o peinarse;
y las tareas en el taller ni se diga. Allí sus dolencias se agravan,
pues aunque intente descansar cada dos horas, sus movimientos siguen
siendo repetitivos.
Aunque el aspecto
psicológico ha mejorado con el tratamiento psiquiátrico, su parte
física no. Según su médico, no existe ningún medicamento que
pueda aliviar sus dolencias. Lo único que le garantiza un poco de
mejoría es dejar de tener actividad laboral, lo cual por ahora es
imposible para ella.
Pero a pesar de todos sus
pesares, Mónica se esfuerza por mantener el ritmo y no bajar la
producción. Lo hace para no tener confrontaciones con su jefe, pero
también para cuidar su puesto. Sabe que a sus 45 años y con una
enfermedad crónica las posibilidades de encontrar un buen empleo son
bajas. Por eso ha sacado fuerzas para soportar desde el acoso de su
empleador hasta la indiferencia de sus compañeros.
Actualmente, con el apoyo
del Centro de Atención Laboral, está reuniendo papelería y
esperando la calificación para saber si puede aspirar a la pensión
por invalidez. Es lo que más desea en este momento: dejar de lidiar
con la tensión laboral y alejarse de ese ambiente que tanto daño le
ha hecho.
La opinión del CAL
El ambiente de trabajo no
es sólo un concepto que se puede identificar desde la óptica de lo
deseable en las relaciones de trabajo. Es un elemento real que se encuentra ligado con las
condiciones de trabajo decente y el respeto de los derechos de la
persona trabajadora, ya que influye de manera positiva o negativa en
la salud física y mental de la persona.
El derecho al trabajo,
por tanto, sólo se puede desarrollar en un ambiente de trabajo sano,
que no implique una carga emocional negativa para la persona
trabajadora, ni que le impida disfrutar de su actividad y de otros
aspectos de su vida.
En el presente caso,
Mónica se ha visto obligada a desarrollar su vida laboral en un
ambiente hostil que le impide disfrutar sus derechos laborales, y que
evidencia con toda claridad conductas de acoso laboral, enmarcadas en
las disposiciones de la Ley 1010 de 2006.
Particularmente llaman la
atención las conductas discriminatorias de las que su empleador la
ha hecho víctima. Más allá de que la Constitución Política de
Colombia establezca su derecho a la igualdad, por sus deficientes
condiciones de salud Mónica es una persona de especial protección.
Además de buscar el
reconocimiento de su pensión de invalidez (en caso de que su
calificación sea igual o superior al 50% de pérdida de su capacidad
laboral), Mónica cuenta con una serie de mecanismos legales y
constitucionales para restablecer los derechos que su empleador le ha
vulnerado de manera absolutamente arbitraria, no solo para lograr que
cese el trato discriminatorio hacia ella, sino también para que a su
empleador le sean aplicadas las sanciones que por ley le
corresponden.
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